«Y luché contra el mar toda la noche, desde Homero hasta Joseph Conrad, para llegar a tu rostro desierto y en su arena leer que nada espere, que no espere misterio, que no espere.» Gilberto Owen
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jueves, enero 17, 2008

Dolor de nombre


LEONEL RODRÍGUEZ
Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura

YELO NEGRO

I
Algo se revuelve como la carencia.
Un reacomodo de las aguas que me surcan
como naves tentaleando litorales
anuda con líquidas trenzas el siseo que despierta mi silencio.
Algo se reanuda y yo escucho.

Acomodo una luz austera de cara al hueco de la noche;
la ventana queda ciega: un filo de luna se percibe,
un ojo se abre,
un haz de cuerpo se avecina.
Respiro una misma melodía.

Como una jauría de perros,
una turba de preguntas muerde los pasos
de la sombra que me lleva.
Entre ladridos se remueve su oscura,
violácea joroba de quietudes
moviendo las siluetas por alguna calle que invento.

Toco la huella
estoy partido y mi habitar es roto
el tacto carece
¿en dónde el sentido del encuentro?

II
Estamos en el pueblo de La Hueca:
días se alargan como noches:
en el sueño:
la serpiente piel de la crecida,
máscara cambiante del acantilado…
parece así que lo creemos
no tiene tamaño nuestro aliento
mero vaho que aparece ante el paisaje
recuerdo en el espejo
de aquel canto que montamos en el bosque

ahora flota para no mirarlo

También debajo de las piedras
escucho el silbo de otro nombre
¿qué grito vale su penar en la existencia?

Parpadeo en el punto cero de la aguja
—separados por los hilos que atan cosas,
alguien nos descose
alguno que sabemos
desconoce su vecina identidad alguna:
la veo y no la veo,
vigilia adentro de la costa donde duermo.

Yo älguno, sin nombre,
¿sabrá que somos niebla entre dos sueños?

Somos el pueblo de La Hueca, de la gran roca seca y hueca.
Los ojos cerrados a la luz sobre el sin suelo del desierto
queman tú qué más en la pregunta,
pasos que se apuntan sobre brasas.
Así desando por mi nombre
como por un viento sin respuesta.

El polvo del hambre cubre nuestro cuerpo. Recibimos las acometidas del vacío con el humo
de madera calcinada —abrazo de mil playas que los viejos cargan en sus brazos: fogatas para
celebrar a nadie, lumbre para ahumar la curva de la luna

la moneda roja,
sello de sangre en los entresijos de la noche.

Este ulular dibuja la caída de una esfera, raíz de luna, siéntela lamer la lengua, lamer el mar
donde nos dice
la felicidad de un ojo de agua que rodeó a la noche con un río.

Nuestros días, nuestras noches, nuestro torcer paciente en el silencio. El río que buscamos
alimenta el hambre que lo mueve.

Niños miran: nos insectos, nos algunos divididos.
Niños lanzan la pregunta que se aleja como tronco a la deriva.
Hay un sitio donde juegan y descubren los cimientos.

III
Cuesta arriba imaginarse las palabras
que habrán de romper el silencio
que no pide ser abierto.

Mi sueño crece desde adentro de una cueva:
la ciudad se angosta en una calle a mediodía,
el sol la desvanece, limpia de la vista.

Estoy de pie sobre una duda que la boca balbucea;
no puedo sacarla de su olvido, no la veo.

Si camino y me dirijo
hablo baladura de balido,

¿qué digo en esta hora limpia y sola,
arrojado desde el suelo hasta yo mismo?

Silabeo:

IV
La ciudad se suelta de mis ojos
—hay un baile
desatado del susurro hay un baile,
arborece de las manos de la tierra
y da vueltas
y lo digo
acabándose el aliento.

Me desplomo enlazado a las veces que pregunto y pierdo la respuesta.
El mundo gira y no se aquieta.

Alguien se oye tronar,
una mujer renace en el costado del momento
nochemente
ella baila
se agrupa sobre el sueño del hombre encendido
se distiende
y respira
y parece un sueño que nace de un sueño.

Nuevo aliento a los muslos que despiertan.

Los ojos salen a tientas
la mirada más oscura, voz
caverna, empapada de arrastrarse acuoso en el olvido,
su goteo no es la duda:
buscar nuevo de lo aquello.

La ciudad olvida mi andar austero y las caras que animan el yelo oscuro de sus sueños.
La ciudad flota en el deshielo de sí misma.

Desesperas cuando no suena la puerta,
no hay tablas que dividan el aliento de lo indecible, este viento que te acerca a lo mirado.
No se rompen las ventanas a palabras.
Ellos dijeron:
«Mantente limpio, sí, muy cuidado,
corre si tienes que hacerlo, anímate si puedes,
corre, corre si puedes correr
mantén limpio tu traje, mi buen hombre».

El viento camina
todo lo voltea entre sus piernas y despierto
—adentro de los muslos abulta la nostalgia,
recuerdas el rojizo mundo de barrancas y mañanas que se abren similares,
allá, el sol del bosque dice:
ella baila,
en algún sitio ella se encuentra, es realidad que ofrece su sentido;
ella baila invisible en el sueño, más adentro de la trama que la propia sangre bulle.
Su boca danza sobre tu cuerpo
la canción que Nos soñaba.
Ella baila y te despierta su canto que disloca.

Adentro de la mina el ojo es negro;
perdido sin mi dueño, dando tumbos,
me arrimo a los caminos y me hundo,
camino por el sueño y digo mundo;
el hombre que busca su lugar junto a la roca hueca
cuando los gritos despojados suenan frente a un cuadro donde duda;

las manchas forman sugerencias
(yo quiero asemejar los ojos)
se adivinan formas que desmienten
(asemejar los ojos al crédito del fuego);
quiero bailar sobre la cresta de las olas, por entre el fuego que celebra.

Un no saber por qué, un no ser de estar tendido,
hallar la mano hundida,
invisible;
no sabe la mano
cómo abraza al hombre que se acuesta,
no sabe el hombre: sueña
su goteo lo inventa el árbol,
el baile es el latido del árbol en el pecho citadino,
mueve los sentidos al vaivén del viento:
baila
y ella canta
la canción de nuevos días


HUELLAS DE PERTENENCIA

1
Estoy sentado y pienso dar mi sombra por la calle que recuerdo.
El mar mundo de ritmos comunales ahoga mansamente en esta hora su roer,
afina un cauce limpio para darse al demuestro de nosotros
—los caminos se abren como brazos dentro de la comba que dice silencio-;
somos nosotros, descargados de sombra, semillas en la noche,
aquellos que miran venir las sinfonías diurnas a través de la ventana que los
junta.
Sentado y lleno de las voces, no estoy ahí donde me siento.

La estancia del mundo es sin contornos:
una carrera avasallante, impaciencia de las pieles por tocarse, la caída
sin cesar de las cosas por su peso;
en ellos que descuellan de su sombra un mundo real adquiere su certeza.

Nuestra casa es apretura que entrelaza espacio, árboles y hombres
—la respiración mira su ceder, alba voz que llega por el centro de tu cuerpo,
ojal de transparencia;
yo rodando sostenido por el peso que astilla un centro en mil astillas;
dividido soy un cruce de caminos.

El agua ruda, el agua que urde:
qué toca hurgando en la memoria roja,
qué busca en las palabras que callaron:
la intuición de una señal que escurre al sur de dónde, hacia lo bajo de quién
si lleno de mis voces, no estoy ahí donde me siento.

Cuál extremo del río que cruzo sin cruzar es bueno para despertar del todo.

2
La noche lanza su costado encima del recorte de los cerros:
hondos como espaldas, tímpanos de negro,
el viento arrastra sobre ellos los humores de la niebla.
El paisaje es paladar de tierra y agua.

La culebra húmeda del viento muerde la más honda transparencia.
Zumban las colmenas del reposo.

La calma despierta:
trueno y sombra son piernas que mueven y remueven las distancias:
lo lejano hila con los dedos de mi mano.
Las nubes pulsan luz dentro de su sueño acampanado
—el rayo es su badajo silencioso.
Su estruendo no es el ruido; a punto de caer es su mecerse,
de la suagua huele a estancia que se amplía,
su casi caigo es dulce, morada adivinanza que reúne al hombre con su noche.

Cascabeles que florecen son la espuma del momento.

La noche es indecible.
La cuna de mis ojos vierte su semilla,
planta su costado
a la sombra de la lluvia con su calma dura
en medio de eso negro que se oye y es vibrante duda...
La sonrisa que nace es su respuesta:
La ignorancia que es raíz es mi resguardo.

3
Cabe la lluvia en las distancias de mi cuerpo.
No cielo: demuestro de nosotros en cascada;
cabe la lluvia en cada gota, cauce que une, universo,
se abren las manos increadas, posibles, discutidas, desbordadas:

Despierta el hombre, embarazo de su sueño;
la mujer en la ventana canta música sin sombras,
el agua de su boca escande cabellera de su espalda,
desciende y es morada de la vista;
los ojos beben alimento de su canto.
Ante ellos amanece la ciudad pequeña como un parque,
minuciosa en los contornos de la música que ruge.

En su remanso encuentro mi sentido,
camino una calle nueva, sin fronteras,
cada paso nuevo umbral
cada paso nueva voz iluminando la penumbra
cada paso


OTRO MUNDO, ESTE MUNDO

Mientras el sol desciende, las frondas que lo ocultan se hacen menos negras. El gorrión festeja sobre las ramas desnudas, salta con su canto que recorta al viento.

Mil ojos se dibujan entre el follaje que parpadea. El sol que baja les da luz y su mirada. Un soñar rojizo y turbio es el corolario de una tarde que navegó sobre el lecho caliente del verano.
Calor de infancia, doble intensidad: en el recuerdo y al caminar por la calle junto al baldío donde al borneo de la cabeza nació el recuerdo de la matriz del olvido.


DOLOR DE NOMBRE

Yo soy el mundo. Aquí soy el mundo,
está en la palabra.

Limpio espacio
crece en la mirada,
su ramaje abre una sonrisa
en el rostro de una ella,
desconocida.

Decirle la sonrisa al mundo
es la lluvia que rebosa la vasija
donde alguno bebe su reflejo.

Sin mirada, el hombre es exiliado,
sombra entre fantasmas.


El mundo inicia en cada giro que acicalan nuestras manos.
Quiero ser claro y decir así conmigo
los fantasmas en la esfera de mis ojos;
caminar en las palabras, si así fuera posible
y asomarse a la ventana del instante
para poder decir conmigo
la oración completa de la tarde.

Sea la voz mi propia andanza
donde encuentro lo perdido
en los ecos de mis pasos
en el reposo de mi lengua
como una vela que se aquieta
para colmar su fuego en ojo.

Acurrucado en la mirada, me detengo, me levanto, me desdigo
memorizo sin correspondencia:
enraizado en la luz, hablo con la voz del ciego:
encarno la noticia de mi tiempo.


Ahora he dicho lo imposible de tocarnos, sin poder tocarnos
con aquello que no sé decir
y no tenemos
sin tocarnos.


Me duele la franqueza de la luna,
ya no es sueño el despertar de su rugido
—no hay rugido.
Su silencio es silencio
y alguien sueña
alguien duerme más allá de estos sonidos:
la noche se ha cerrado para encontrar desnudos nuestros nombres,
nos deja en lo más negro de una selva,
colgados al descenso de la música—
(ella ha de hablar,
Nos hablará desde lo quieto,
su párpado abrirá la fianza que nos libre
de correr el círculo
que no respira:
alguien despierta
posado sobre la certeza oculta de estallar
como si el pasado
no se hubiera dicho
como si no fuera
esto que me anima
a saltar desde un vacío
sentir en cada vena de la carne
el recuerdo desatado sin origen
—lo abrirá el olvido—
para nadie
para que nadie crezca
para el nuevo hombre vacío
que no vemos, desconocido,
lleno de torrente y río).


Dilo, di la noche ha terminado, dilo afuera del silencio;
dilo para nadie bajo arcos de una casa clausurada;
dilo con tu voz que arropa
dilo con la voz que arde remolino de tu centro.
Dilo como quieras, dilo, salta del silencio a la tierra de las voces.

Como una flor huraña, la ciudad se cierra en medio día.

Estómago vacío,
cómete a preguntas,
roe tu nombre como al hueso,
busca de qué asirte,
toma el medio día pequeño, llénalo de cosas,
rómpete voz, truénate sueño, sean costras
las imágenes que había.

Dila. Di la pregunta.
¿Por qué la primavera es niebla,
densa y triste niebla?
Muéstrate de viento y corre,
tu infancia habla por la boca de aquel hombre que camina.
Su andar recorta la pregunta, mastica su desvelo.
Entre esa niebla pierdo
los sostenes de mis comas, saltan como grillos
—venas de su arena desmoronan las palabras, una a una como al viento.

Flor quemada, abre las entrañas y recibe
la novedad discreta de mi cuerpo.
(Atrás, la vieja piel rasgada responde las preguntas de ratones).

Estoy en ti nuevo yo sin ataduras,
mezclado a la corriente, me distingo del pasado en que no existo.


Manos largas hacia el templo de paja del recuerdo,
oscuro, oscuro—
¿cerré los ojos o soy el cuervo en su cabello?

Estoy enfermo de partir el mundo,
enfermo de compartir
el encierro del mundo.

Acaso invento sea,
imagen desgastada por el barro que hoy es lodo,
mal sueño de tierra quemada
—no hay vasija para verte, agua.
Difícil verse en el exilio.


Dila. No encalles como espuma palindroma,
besa tus huellas de regreso a la quietud.
Di los cerros tras la noche, zócalos rugosos
donde la predicción dispuesta se recarga.
El árbol de la mano abierta
se derrama en busca de la huella rosa (inmensa) de la luna (en mis ojos),

dile la parvada que nadaba en ese aire que inhalabas
—los tordos de los ojos volverán en mi consuelo.
La cabeza fue de dos y las piernas se plantaron con firmeza,
¿qué digo se balancea en esta lengua?

Si algún indicio hay en todo esto,
el son risa de la hiena dejó de ser temido.


La luz se ha colado amarilla por el cielo estriado
como un pétalo encendido.
El perro negro ladra en la esquina: es silencio que
estalla. La calle solitaria
es un largo lingote de ámbar.

Sobre las cabezas, un incierto olor a lluvia fina
llega como la premonición de un Sueño.

Un deseo no formulado; la boca llena de silencio:
mis ojos son otras ventanas
tras la ventana.

LEONEL RODRÍGUEZ: PREMIO NACIONAL DE POESÍA CLEMENCIA ISAURA

COSME ÁLVAREZ

Durante 2007, al menos seis sinaloenses obtuvieron algunos de los premios literarios más importantes de México, e incluso, en dos casos, premios internacionales. No hay nada que sociológicamente justifique esta noticia: nuestra educación está por los suelos, y los presupuestos y estímulos a la cultura son más bien ridículos, en relación con lo que se aplica, por ejemplo, a las áreas deportivas, donde el sinaloense no destaca, salvo, quizá, en box, y a veces en béisbol.

La creación de Consejos Ciudadanos de Cultura en los municipios parecía un acierto hace unos años (y lo es en la teoría) hasta que no tardaron en convertirse en refugio de burócratas palurdos, títeres de una política educativa y cultural que tiende con vértigo demostrado hacia la mediocridad.

En este entorno, no deja de ser extraño pero necesario celebrar a aquellos creadores que, a pesar de Sinaloa y de su burocracia cultural, trabajan de espaldas a la sociedad que los ignora y tarde o temprano obtienen el reconocimiento de esa otra sociedad, casi secreta pero no en extinción, de los artistas y los poetas.

Así, la poesía nuevamente toma por asalto la plaza pública. Hace cuatro días, el joven y excelente poeta Leonel Rodríguez me llamó por teléfono desde Culiacán para decirme que había obtenido el Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura. En mi opinión, su premio representa uno de los reconocimientos más acertados en lo que se refiere al trabajo poético de un verdadero escritor.

Leonel Rodríguez Santamaría, quien había ganado el Premio interamericano de poesía Navachiste 2004 por su libro Tu piel paciente, es originario de Culiacán, Los Mochis y La Ciudad de México, según consta en distintas publicaciones que incluyen su biografía. Desde que leí sus primeros poemas supe que estaba frente a uno de los poetas más significativos de las nuevas generaciones, no sólo de Sinaloa, también de México.

El jurado del Premio Clemencia Isaura 2008 estuvo integrado por Jesús Ramón Ibarra, poeta indiscutible y quien el año pasado obtuvo el Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen, y por dos Franciscos, el uno Meza, el otro Alcaraz. El presidente del jurado dijo entre otras cosas que el premio le fue otorgado al trabajo de Leonel Rodríguez, titulado Dolor de nombre, “por la unidad temática y conceptual, por el tono equilibrado que maneja y porque revela que es un autor de mirada profunda y pulso mesurado”.

En 2003, como prólogo al poemario Tu piel paciente, y ante el escepticismo y quizá la molestia de propios y extraños, escribí: “Este primer libro de Rodríguez Santamaría, breve, austero, en general consistente, es un río en crecida y sin duda tendrá derivaciones dentro de la geografía sinaloense, de donde surge”. Sobre el porvenir de su trabajo y de Leonel Rodríguez Santamaría como artista dije: “El arco del poeta está tenso, su poesía nos conmueve hondamente como una flecha en la oscuridad”.


El martillo sirve para fijar las cosas sueltas… y para algo más.

miércoles, mayo 16, 2007

El arte de la pausa, de Jesús Ramón Ibarra

La poesía como engendro de la música y la imaginación

JOSÉ LANDA


Engendro, en esta breve reseña, no debe mal interpretarse en un sentido despectivo sino al contrario, como un halago a la poesía misma, que tiene la facultad de tomar todas las formas y quedarse con ninguna, y al poeta, que engendra pequeños o grandes seres, dignos de la mejor imaginería antigua o contemporánea, monstruos o deidades, héroes o villanos, que terminan por tomar vida en los sentidos del lector.

Así, el poema puede ser una cruza de seres míticos con personajes actuales, mudos o capaces de hablar en el lenguaje del jazz y encantar los oídos de su creador y sus lectores, a la manera de las nereidas que cautivaban y enloquecían a los marinos que, en este caso, suelen ser lectores que se aventuran en el océano de la poesía, y corren el riesgo de perderse, o en caso contrario, encontrarse a sí mismos.

El arte de la pausa, libro de poesía en prosa de Jesús Ramón Ibarra, nos permite recordar apreciaciones acerca de la concepción de la poesía y su música interna. Para el estadounidense Jack Kerouac, el mejor ritmo en el poema no es aquel marcado por los signos de puntuación, sino el que nos da la propia respiración que es esencial en el acto del habla y otorga al discurso literario una sensación de espontaneidad, sensación porque, en el caso de poemas como los de este libro de Ibarra, son efectos del texto poético generados, muy posiblemente, adrede.

Ya una vez entrados en el tema de la respiración, de sus correspondientes pausas, podemos igual pensar en el tiempo como parte del propio poema. Y es que El arte de la pausa contiene, precisamente, ese elemento de tiempo y de respiración al momento de la lectura del poema, de su ejecución.

El poemario que nos ocupa, está construido a partir de referencias musicales, pero sobre todo de imágenes motivadas por una música específica, en este caso el jazz. La inspiración, el numen, el estro, o sus diversas formas de llamarle a ese soplo que genera la creación en cualquiera de sus manifestaciones, es también clave en el arte de pausar, pero también, de pautar, en el transcurso de la lectura de los textos de Ibarra.

Inspiradas más que en el jazz como género, las líneas ibarrianas lo están en ese jazz al estilo de Miles Davis, convertido en personaje poético, a quien se evoca e invoca en repetidas ocasiones. Entonces, Miles, el personaje, se pasea, se pavonea a su antojo, mientras ejecuta su sordina Harmon, emite notas melancólicas, cortas. No obstante, las oraciones de los poemas que componen este Arte de la Pausa no son, necesariamente, cortas, pero contienen sus benéficas dosis de pausas, de cortes, de variaciones en el aliento.

Símbolos persistentes a lo largo de la lectura, son las aves –y por supuesto el vuelo, el aire, la ventisca–, una niña, un trompetista –cuyo nombre conocemos– y la nieve. Símbolos que refieren abstracciones como la libertad, la pureza, el asombro de la infancia que mira como descubriendo las cosas, el movimiento, pero también, nos llevan a referentes concretos y extraliterarios, como la adicción del Miles Davis real, concreto, a la cocaína.

El libro juega con la posibilidad de plantear una poética a través de los poemas mismos, de esas poéticas que comienzan por aplicarse en sí mismas, cuya vigencia pudiera concluir donde comienza. Nos encontramos ante asuntos que involucrarían directamente al texto poético y a la poesía como tema de los poemas. Tenemos, pues, a una poesía que nace. Tenemos a una poesía que se desarrolla. A una poesía, una niña pura, o una mujer que deja de ser intacta, como lo plantea la propia voz poética, al aludir a esa virgen que claudica.

La poesía niña tiene que ver, por supuesto, con ese jazz, con esa poética de la respiración, de la pausa. Cito:

En su delirio la niña pronuncia la palabra jazz, mientras el animal dice la palabra vive, y de su lengua caen las gotas de una manzana quemada.

Su libertad tiene que ver con las aves, con cormoranes ambiguos como la literatura misma, pues el cormorán es de los pocos pájaros marinos que son capaces de permanecer bajo el agua por más de un minuto y descender hasta diez metros; sus alimentos, los peces, se encuentran como el o los sentidos de este Arte de la pausa, muy abajo, muy por dentro del mar, y hasta allá penetran en busca de lo que les mantiene vivos. De tal suerte, leemos conforme avanzan las páginas, asociaciones de símbolos clave dentro del poemario, los cormoranes, la niña, el corazón –tan íntimo como los peces que nadan a diez metros bajo el agua–, el trompetista. Cito:

Una parvada de cormoranes perfila el corazón de la niña. Su cuerpo es una gota de té en cuyo fulgor el trompetista toca Someday my Prince Will Come. Su cintura es un aro de niebla. Su vientre una copa de resina donde el trompetista quema sus alas.

En el cuarto los cormoranes tiemblan frente a la noche del espejo. Su vuelo tiene la forma de una mano encantada en cuyas líneas Miles Davis escribe una melodía distraída; una lengua de sal que abarca los veneros de la fiebre, un halito de jazmín que brilla en los labios. Fin de la cita.

Esa nieve que, por una parte, representa la paradoja a la manera de Quevedo que dice nadar sabe mi llama el agua fría y perder el respeto a ley severa, por la otra bien puede sugerirnos la albura de esa poesía niña, de esa música –considerando su etimología vinculada a la palabra musa– que está naciendo permanentemente, pero a su vez agoniza, víctima de las fiebres que requieren de agua congelada para bajar la temperatura. Sin embargo, queda también la vinculación extraliteraria a ese elemento que marcara a Miles Davis, el referente real de este Miles Davis ficticio: la cocaína, que va y viene como la nieve, en su vida.

Cito: La música de Miles es preludio de la nieve. Sometimiento del hilandero a la tensión que siembra en el rostro su trama.

Más bien la voz de la nieve al apagar los incendios interiores en una estatua.

Miles Davis de regreso a la nieve, vinculado a la brizna que pulsa la rosa del aire. Quemazón de paja en los ventisqueros de la neblina. Un silbo de pie como espada hurgando las entrañas de la piedra.

Los poemas con que cierra el libro, no podían ser ajenos a la intención inicial, al planteamiento del poema como una música, de un ritmo hijo de la respiración, las pausas y las pautas, los zumbidos de avispas que es capaz de producir el ejecutante a través de su Sordina. Así, leemos definiciones, conceptos, semejanzas y divergencias, particularidades entre la palabra pausada y pautada, y la música que evoca. Cito:

Pausa: un pájaro vuela hacia sí. Nota distraída en su ronda:
gota de mercurio en el pecho

Pausas en la música de Miles: derroteros de la ingravidez
invocan los misterios de una nevada

arte de la pausa: soliloquio del resplandor.

Por último, sólo resta señalar que este Arte de la Pausa, de Jesús Ramón Ibarra, poeta de las nuevas generaciones mexicanas, vale más que la pena para editarse y difundirse, con el financiamiento de quienes organizan el merecido Premio Nacional de Poesía San Román 2005 (*).

Enhorabuena, y ojalá que el gobierno municipal que entrará en funciones a partir del mes entrante, no eche por la borda esfuerzos tan importantes como el del ex alcalde Fernando Ortega, hoy senador, a través de su coordinadora de cultura, Iliana Pozos y la directora de Desarrollo Social, Leticia Carrillo. Hago votos porque la cultura nunca más sea considerada mero requisito burocrático de lo políticamente correcto, para que se convierta en parte esencial del desarrollo de un municipio y un país.

(*) Jesús Ramón Ibarra gano, en 2005, el Premio Nacional de Poesía de San Román.


JOSÉ LANDA
FICHA LITERARIA COMPACTA


Escritor y periodista campechano. Desde 1993, ha publicado una docena de libros en Campeche, Ciudad de México, Guadalajara y España, de los cuales seis son individuales, entre los que se cuentan La Confusión de las Avispas, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en 1997 y el más reciente, Mirar desde el Oscuro Laberinto, de Ciudad del Carmen 2006. Entre los colectivos se encuentra Proemio Seis, publicado en Granada, España, este 2006. Ha obtenido 15 reconocimientos, entre ellos el Premio de Poesía José Gorostiza, de Tabasco, 1994, y la beca de creación literaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. En 2004 ganó el Premio Nacional de Poesía de los Juegos Florales de San Román.

jueves, abril 26, 2007

Premios Clemencia Isaura de Poesía (1925-2007)

El Premio Clemencia Isaura es hoy uno de los reconocimientos literarios con mayor importancia en Sinaloa. Desde sus inicios, en 1925, el criterio de los jurados ha sido bastante pobre en numerosas ocasiones; algunos de los trabajos premiados están más cerca de la prosa que del poema, y no puede decirse que se trate de una prosa afortunada; muchos de quienes compusieron esas líneas no son poetas ni dedicaron su vida a la poesía.

Un libro que incluya todos los textos del Premio Clemencia Isaura es completamente innecesario. Quizá valdría la pena publicar una selección de los materiales, la cual debería limitarse a los poemas de Alejandro Hernández Tyler, Carlos McGregor Giacinti, Miguel N. Lira, Elías Nandino, Margarita Paz Paredes, Jorge Adalberto Vázquez, Chayo Uriarte, Ernesto Moreno Machuca, Juana Meléndez, Desiderio Macías, Miguel Ángel Menéndez, Abigail Bohórquez, Luis Alveláis, Bernardo Elenes, Guillermo Llanos, Dolores Castro, Raúl Cáceres Carenzo, Enriqueta Ochoa, Luis Girarte, Miguel Ángel Hernández, Jesús Ramón Ibarra, Mario Bojórquez, Luis Armenta Malpica, César Carrizales, Alejandro Ramírez Arballo, Rubén Rivera, Ignacio Ruiz Pérez, Jeremías Marquínez, Álvaro Solís y Leonel Rodríguez.

1925
Leopoldo Ramos, A las mujeres mexicanas
Alejandro Hernández Tyler (2º lugar en poesía)

1926-1927
No hubo certamen

1928
Manuel Torre Iglesias, El poema de la patria
Alejandro Hernández Tyler, Torre de Babel (2º premio)

1929-1933
No hubo certamen

1934
Horacio Zúñiga, Salve Alegría

1935-1936
No hubo certamen

1937
Alejandro Hernández Tyler, Alcancía de Romances
Carlos McGregor Giacinti, Oblación (2º premio)

1938
Horacio Zúñiga, Tríptico de tierra, del mar y del cielo
Carlos G. Chaval, Noches de Mazatlán (2º premio)

1939
Manuel Torre Iglesias, Alma de México

1940
Carlos G. Chaval, Tríptico de la lluvia, del viento y del mar
Horacio Zúñiga, Suave lección (2º premio)

1941
Miguel N. Lira, Corrido del marinerito
Antonio Acevedo Gutiérrez, Canto al mar Pacífico (2º premio)

1942
Solón Zabre, Canciones para que los niños jueguen a la ronda

1943
Carlos McGregor Giacinti, Romance de Vida y Muerte, y Canto a la América joven
Carlos Osuna Góngora, Canto a mi tierra (primer premio/ segundo tema)
Edmundo Félix Belomonte, Canto a Mazatlán (tercer premio/segundo tema)

1944
Carlos McGregor Giacinti, Cuatro romances marinos
Rosario A. de Cisneros (1er lugar/segundo tema)

1945
J. Jesús Reyes Ruiz, Teoría sobre el mar de Mazatlán, y Mar (mención de honor)

1946
Vicente Echeverría del Prado, Los linderos de la hora
Daniel Cadena Z., Intemporal sueño (1er lugar/segundo tema)

1947
Carlos McGregor Giacinti, Balada de un lucero perdido

1948
Miguel Álvarez Acosta, Sintonía litoral
Elías Nandino, Décimas a la flor (segundo premio)

1949
Roberto Cabral del Hoyo, Madura soledad
Alfredo Perea Mena (segundo lugar poesía)

1950
Miguel Álvarez Acosta, Geovivencia cardinal
Joaquín Cacho García, Pájaros del ocaso (segundo premio)
Juan Guilubri, Poemas del Mar (tercer premio)

1951
Margarita Paz Paredes, Elegía del amor que nunca muere
Ernesto Moreno Machuca, Sinfonía cósmica (segundo premio)
Víctor José Peredo, Diálogo marino (mención honorífica)

1952
Joaquín Cacho García, El candelabro de las siete luces

1953
Arquímedes Jiménez Vega, Al mar
Ana Josefa Perere Q., Biografía tropical de América (segundo premio)
Jorge Adalberto Vázquez, Gozo del dolor y amor (tercer premio)

1954
Ernesto Moreno Machuca, Raíces de la imagen, de la flor y del poeta
Daniel Cadena Z., Elegías de un amor imposible (segundo premio)
Guillermo Martínez Dávila, Oda antigua a Sinaloa (tercer premio)

1955
Carlos McGregor Giacinti, Décimas de la gota de agua
Rosario Uriarte de Atilano, Ausencia Sin Olvido (primer lugar/segundo tema)
El tercer tema, para estudiantes universitarios, fue declarado desierto.

1956
Salvador de la Cruz, Salutación al océano

1957
Ernesto Moreno Machuca, Biografía del mar

1958
Carlos McGregor Giacinti, Epístola provinciana

1959
Carlos McGregor Giacinti, Décimas enamoradas

1960
Juana Meléndez de Espinoza, La flor más brillante (certamen para poetas laureados)
Desiderio Macías, Por las altas estrellas (certamen para poetas no laureados)

1961
Carlos Mc Gregor Giacinti, El poema de pueril confesión

1962
Pablo Cabrera, Las voces del universo

1963
Miguel Ángel Menéndez, La teoría del naufragio
Abigail Bohórquez, Oda marina a Claude Debussy. (Premio accésit)

1964
Abigail Bohórquez, Canciones por Laura

1965-1966
El Premio Mazatlán de Literatura sustituye al Certamen poético.

1967
Ernesto Moreno Machuca, Declaración espiritual del hombre

1968
Luis Alveláis Pozos, Canciones de tierra y paraíso

1969-1972
El Premio Mazatlán de Literatura sustituye al Certamen poético.

1973
Bernardo Elenes Habas, Nocturno triste

1974
Héctor Ordóñez Pardo, Y acontecieron las palabras

1975
Raúl Flores Villarreal, Pax de quarte

1976
Luis Ríos Urzúa, Vocerío de soledades

1977
Luis Alveláis Pozos, EL poema del retorno

1978
Fue declarado desierto por falta de calidad en los trabajos presentados.

1979
Guillermo Llanos, Esta ciudad existe

1980
Dolores Castro de Peñalosa, ¿Qué es lo vivido?

1981
Raúl Cáceres Carenzo, Sueña el mar

1982
Luis Girarte, Los signos rescatados

1983
Enriqueta Ochoa, Elegía

1984
El Premio Mazatlán de Literatura sustituye al certamen poético.

1985
Herminio Martínez, Cantos de tierra adentro

1986
Alicia Uzcanga, Recuerdos de cristal

1987
Fue declarado desierto por el comité organizador. Se dice que aún hay una historia sin contar relacionada con las razones por las que el premio no fue entregado este año, el primero en la administración de Francisco Labastida Ochoa.

1988
Ernesto Moreno Machuca, Donde se habla de amor

1989
Marcela González de Rico, Memorias de sal

1990
Luis Girarte, Silencios personales

1991
Miguel Ángel Hernández Rubio, Caja vacía de cerillos

1992
José de Jesús de Loza Páiz, Confesión del fugitivo

1993
Abigail Bohórquez, Églogas y canciones del otro amor

1994
Jesús Ramón Ibarra, Barcos para armar

1995
Mario Bojórquez, La mujer disuelta

1996
Luis Armenta Malpica, Voluntad de la luz

1997
Jesús Ramón Ibarra, Amigo de las islas

1998
César Carrizales, Palabras y espada

1999
Alejandro Ramírez Arballo, El vértigo de la ciudad dormida

2000
Rubén Rivera García, Al fuego de la panga

2001
León Plascencia Ñol, Las desapariciones

2002
Ignacio Ruiz Pérez, Navegaciones

2003
Jeremías Marquínez, Varias especies de animales extraños

2004
Jorge Ochoa, Totorotos

2005
José Javier Reyes Méndez, Cenizas de horas

2006
Luis Jorge Boone , Discovery Channel y otros poemas
Mención especial: Margarito Cuéllar, El arte de la fuga o J. S. Bach para principiantes

2007
Álvaro Solís Castillo, Cantalao

2008
Leonel Rodríguez, Dolor de nombre