(acercamiento de la obra de Alejandro Álvarez, Varezal)
LEONEL RODRÍGUEZ
El silencio total de la pintura nos invita a perdernos voluntariamente; de nosotros depende hurgar sus vértigos y volver con algo nuevo entre manos. Tengo ante mí dos cuadros del pintor Alejandro Álvarez (Los Mochis, 1984) y ante ellos, mi primera sensación es de silencio; después, dos preguntas: ¿qué quiere decirnos el pintor con este silencio?, ¿desde dónde pinta?
Miro la pintura titulada Mi silencio es un aullido. Aquí está el grito sin resonancia del mundo; el rostro de la impotencia: cinco caras que se unen desde la serenidad aparente hasta el aullido que vomita la pregunta por el origen; un orden y sentido de la vida que se han perdido.
Podemos situar en los inicios del siglo XX los brotes de un arte que ya quiere referirse a las multitudes interiores que habitan a cada individuo; una apuesta por la intimidad del ser que funda el descubrimiento esencial de que el arte, ya no la religión cristiana, es el ámbito sagrado de la era moderna. Recordamos la pintura impresionista de fines del siglo XIX, la poesía de Ezra Pound, el rescate de la tradición poética oriental para occidente, pero sobre todo el gran momento de la poesía en lengua española a partir de las dos últimas décadas del siglo XIX e inicios del XX, que la crítica especializada ha denominado modernismo, y que no es otra cosa que la investigación a través del arte de las capas profundas del hombre; ya no la mirada sobre la sombra propia en el mundo sino la mirada dirigida a sí misma, al desciframiento del sr que observa. Así, entiendo los rostros del aullido como propios del pintor que se mueve entre los visajes del sueño y el desgarramiento, pero también como las máscaras del mundo. Cada rostro del cuadro es un matiz del hombre: el artista es un despierto en viaje constante y siempre entre dos puntos; persiste entre agua y fuego: es la cara de en medio.
Alejandro Álvarez es un joven pintor que de manera inesperada ha tocado el nervio del arte moderno con la frescura y la inocencia del que no sabe que sabe. Autodidacta, se ha dedicado a estudiar la obra de los artistas que le han interesado y le han comunicado: van Gogh y Tamayo.
Los colores que usa Alejandro Álvarez están emparentados con aquellos que se asocian a la escuela mexicana de pintura —y aquí es donde la influencia de Tamayo parece tomar claridad: son colores que se asemejan a la tierra más que al cielo o al mar. Estas tonalidades comunican al modo de los ciclos agrícolas; llevan en sí la lentitud, la decisión y la fuerza que se identifican con la lengua de la tierra. Podría tratarse de un lenguaje no aprendido mediante el contacto humano, más bien un «lenguaje del lugar» que tiene relación con las raíces y lo oscuro.
El segundo cuadro, sin título, es, en apariencia, un paisaje exterior. Una ciudad como un puerto, un mar negro y sin vida. En realidad, el cuadro tiene mayor parentesco con el autorretrato o la pintura abstracta. No hay adentro ni afuera: la apariencia adquiere sentido una vez que trasciende y perfora cada vez más cerca del centro de la diana, aquello que pretende reflejar el arte; el hombre perdido en el mundo sin centro, sin un sol alrededor del cual girar, sin un dios. En el cuadro vemos dos soles; las pinceladas puestas como pausas una tras otra, lo que nos recuerda la pintura impresionista. El cielo es una serpiente de luz que se enrosca alrededor del eje del sol, pero junto a él existe un segundo sol sin cuerpo, un sol-ojo que mira hacia adentro, al hueco que se siente y nos hace ver, nos dice un desorden, el desarreglo de los sentidos que ocasiona la pérdida de algo que podamos considerar íntimamente; así es como los rojos y los amarillos incendiados sofocan la ciudad habitada sólo por las alturas de concreto. Ahora bien, si el arte es capaz de poner frente a nuestros ojos el vacío, lo invisible, lo inexpresable, lo que nos mueve en la llaga, ¿no es el arte el ámbito sagrado que tenemos?
Como pintor y como artista, Alejandro Álvarez es un habitante frecuente de dicho espacio: tiene el trozo de carbón en sus manos; es de esperar que en los próximos años llene las grutas con las formas que nos hagan reconocernos.
Ahome, otoño de 2004
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